domingo, 17 de enero de 2010

rojo amor, roja muerte

Rojo amor, roja muerte

A Usted a quien tantas veces llame, Usted a quien antes implore que venga, le pido hoy que se marche, ¡que me deje en paz! Déjeme aquí, necesito estar aquí. Ahora no me puedo ir, antes mordía los días infames laberintos de soledad rogando que usted llegara, rodaban por mis mejillas lágrimas desesperadas, desolado en la oscura redoma del olvido esperaba que Usted llegara y me llevara consigo, pero ya no, hoy no. Debo quedarme aquí, debo seguir respirando debo seguir caminando, mis manos deben poder seguir acariciando, porque ya tengo razón para salir de la jaula, mi búsqueda, mi espera eterna la encontró a ella, verla sonreír es una hermosa razón para vivir. Así que váyase le pido, vuelva por donde ha venido.
Los ojos del enorme hombre vestido de blanco, esos ojos negros como oscuros abismos se engarzaban en el debilitado Juan que jadeaba , que sudaba y sostenía con las manos su pecho que por dentro se destrozaba. Una punzada más fuerte que la anterior, y la siguiente más que las otras dos, y así como clavos hundidos en su interior los dolores de la enfermedad masticaban la vida de Juan.
¿Dónde estará? Nunca demora tanto… Anabel acudió a la cita llevando puesta aquella blusa roja que tanto le gustaba a él, labios carmesí, piel canela, cabello y ojos brunos y apasionados, enamorada ella esperaba a su clandestino amante, a su Juan querido. Ese día escaparían, se apartarían de todo y de todos para ser felices, para ser libres.
Las ocho de la noche, el tren partiría en media hora y Juan no llegaba, ¡que ocurre! ¿Dónde está mi amado? La inquietud y los nervios rondaban como bichos burlones alrededor de Anabel.
Debo llegar al teléfono pensaba Juan. El estridente fantasma de la agonía lo torturaba, le retorcía el corazón, pero él no podía rendirse, no debía. Un zumbido enloquecedor se paseaba en sus oídos, cada paso que daba era como un pesado y lento suplicio, la mirada borrosa y mareada buscaba la mesa junto al sofá de cuero café. Ya casi llegaba hasta el, un poco más, debes luchar se decía. Días atrás todo parecía marchar de maravilla, junto a Anabel había recuperado el brillo que la angustia y la soledad le quitaron, se sentía sano, pleno, lleno de vida, una vida que sería siempre para ella. Se olvido de todo, quería pensar que no había de que preocuparse, aquella sentencia de su médico la oculto entre los anaqueles de su memoria, dejo todo, no quería pastillas ni tratamientos que le arrancaban sufrimientos de sangre. Con ella nada podría vencerle, su amor era la cura que el necesitaba, ninguna otra, solo ella.
Ocho y media el tren se iba sin ellos, una tinca recorría su espalda, una tinca con uñas venenosas. Por qué no llego, que pudo haberle sucedido, el jamás fallaría, su amado no se arrepentiría. Anabel salió de la estación a toda prisa, debía ir hasta su casa, debía encontrarlo, saber qué le había ocurrido, debía besarlo, abrazarlo y llevarlo consigo. Paró un taxi en la calle, subió su cuerpo extraviado allí, sus pensamientos, su mente, su amor con él, ella estaba con él.
Y Juan la sentía, sabía que en cualquier momento llegaría su preciosa Anabel. Así que no debía dejarse vencer. Tras él estaba el enorme hombre vestido de blanco lo acechaba con su gélida mirada, no parpadeaba, lo devoraba en silencio, Juan no reparaba en el, en ese momento su presencia no le importaba. Marcaria el número de emergencia, ellos llegarían a socorrerlo, todo saldría bien, en unos días ya estaría mejor, el viaje añorado con Anabel solo se retrasaría un poco, nada mas… esos eran los pensamientos de un Juan que entre sordos y desgarradores golpes internos estaba ya sobre el teléfono , con una mano apoyada al sofá y la otra en dirección a la bocina a punto de levantarla, de repente intempestivamente la huesuda, larguísima y pálida mano del hombre detenía el impulso de Juan que apresado en su garra se sacudía intentando liberarse, la furia de Juan que se mesclaba con sus lamentos no le servía de nada , el hombre no lo soltaba y lo miraba con su mirada de hielo , Juan levantaba la otra mano desde el sofá en un patético intento de embestir al hombre que lo agarraba con fuerza. Juan se iba desplomando lentamente sobre el piso con el aliento acuchillado, ya casi no había dolor, solo oscuridad.
Anabel entro al departamento de Juan para encontrar a su amado derramado en el piso. Le gritaba, lo sacudía le imploraba que despierte entre lagrimas atormentadas, pero era inútil, Juan yacía muerto. Anabel abandonada no podía hacer nada, agachaba su cabeza y sus lágrimas sobre el pecho de su amado, al levantar la vista el hombre de blanco estaba ahí mirándola. ¡Llévame a mí también! Gritaba y suplicaba ante el impávido hombre. Sollozando agarro un cenicero de vidrio sobre la mesa junto al sofá y lo rompió contra el piso, sujeto con firmeza uno de los pedazos sobre sus venas y lentamente iba rasgando su piel. Luego se acostó junto a Juan susurrando… ¡vete déjanos solos! Mientras se iba desangrando e hilos de sangre envolvían a la pareja en un círculo infinito por donde se escaparon.

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